Alitosis



domingo, 16 de octubre de 2011
Elbio llegó a la estación y cruzó a pie la avenida de circunvalación, que separa el barrio El Progreso de La Armonía. Entró en el primer chino que encontró. Le llamó la atención un estante lleno de botellitas de enjuague bucal.  "Una obsesión", sonrió para sus adentros; "deben ser stocks que están en exposición por falta de capacidad de depósito", razonó.
Se apuró a comprar porque notó que una de las dos cajeras era una belleza y estaba terminando con un cliente. Tuvo que acelerar para evitar que una cliente gorda lo obligara a optar por la caja en donde una señora pintarrajeada miraba el cieloraso, abstraída.
Triunfante depositó su cepillo y pasta de dientes, un desodorante, chicles de menta, pasta y filo de afeitar, con una amplia sonrisa, a la que la dulce muchacha respondió con un amable: "Buenos días", a pesar de que era tarde ya.
En rigor, a Elbio no le importó el yerro pero sospechó de una puerta abierta que le cambió la expresión del rostro, debido a una oleada pestilente que agredió sus sentidos y exiliaron el esplendor de sus dientes al olvido.
"¿Le pasa algo, señor?", lo interrogó la beldad. Recordó que el señoreo, que otrora le chocaba, ahora le sonaba juvenil y estimulante.
"No, no es nada; gracias", contestó ajustadamente, puesto que no acertaba con el origen del ataque biológico que hacía centro en su naríz.
"Para usted no será nada -chichoneó ella-; yo no despreciaría 86 pesos.
Elbio absosrvió una nueva dosis y sospechó lo peor: el cuerpo en descomposición parecía ser el de la flor del arrabal. Sacó $90 y, sin esperar el vuelto, espetó un "está bien, gracias".
Salió disparado, como corrido por la AFIP, y en grandes zancadas dio vuelta a la esquina, donde cayó arrodillado, doblado en dos, haciendo arcadas.
La femeneidad putrefacta le sabía a pecado. Más aún, a remordimiento de una falta nunca consumada. Descubrió agitada su respiración y sintió hincharse los ojos.
Había sido una experiencia sobrenatural, terrorífica. Se desvaneció.


Despertó rodeado de curiosos. Parecía el matadero. Los testigos susurraban  entre sí, como si él estuviese muerto, mientras la pestilencia se había aquerenciado en su olfato.
Un hombre grande era el que manifestaba la mayor gravedad. Una señorona parecía hasta divertida alimentando la preocupación del viejo.
Un par de muchachos intercambiaban murmullos y miradas. Lo fotografiaban.
Se sentía planchado, sin poder respirar bien. Cuando aspiraba sentía como si lombrices ponzoñozas ingresaran en sus fosas nasales. Tratar de evitarlo, le hacía mal. Tosía. Prefería evitar la respiración, a riesgo de su propia vida. ¿De qué valía subsistir en esas condiciones, vivir atormentado? Tal vez ya había muerto y le estaban cobrando sus primeras deudas.
De pronto, el anciano se agachó al percibir un leve movimiento suyo y fue imposible no sospechar que la inconsciencia había vencído sus esfínteres. Pero no, no era así; era desagradable mas no era un gas intestinal sino una especie de materia estancada en algún compartimento cerrado que ahora cedía.
Los muchachos lo tomaron de sus brazos y lo ayudaron a incorporarse. Ahí lo descubrió todo. Mientras que los gentiles mozos le hablaban, en lugar de alentarlo lo mareaban al punto del desmayo. Hizo un esfuerzo descomunal por mirar a uno de ellos a los ojos y ante la más breve palabra proferida de esa cueva infecta con dientes sintió que sus piernas se le aflojaban. Soltó aquellas fornidas muletas humanas y sintió que el torpe contacto con el piso era como un salvoconducto, una huida hacia el país del aire acondicionado. Una bocanada de aire conquistó sus pulmones. El oxígeno debió haberle devuelto el color a su rostro pues notó despreocupación en el grupete. Aprovechó, se puso de pie, agradeció en voz baja y grave, como acontecido pero conteniendo las reservas pulmonares, y se abrió paso.
Maldijo el momento en que aceptó la entrevistra secreta con Diego Ortíz para hablar sobre Muñoz Posse. ¿Cómo podía ser que la cholulidad fuera más poderosa que veinte años de leales servicios al puerto?
Para despistar, había previsto este viaje fragmentado. Fuera de las fronteras de la urbe, intentaría llegar hasta Sojales y, desde allí, ganar la Ruta de las Pequeñas Poblaciones hasta llegar a El Barrial, donde se realizaría la reunión.
Era la primera vez que hacía una locura de este tipo. También inauguraría el contacto con un periodista. Le temblaban las piernas y sentía flojedad estomacal, un guiso indigerible...
Leyó en Twitter que Diego Ortíz, desde algún lugar del mundo, había twitteado "ser honesto, justo, libre y estar dispuesto a dar la vida por tus creencias" en respuesta a alguien que había pedido la clave de la felicidad. No le hizo nada de gracia. Qué poco tenía que ver con ese fulano y qué lejos lo había llevado.


El Progreso es un barrio básicamente comercial, plagado de negocios de todo tipo y de comederos, amén de algún que otro albergue transitorio en donde vio por primera vez el acceso en pareja de dos mujeres acarameladamente abrazadas.
Es un sitio poco cálido en donde casi todos van como guiados por dispositivos electrónicos personales, sea un teléfono, un GPS, un mp3, un Ipod o una tableta.
A los transeúntes, absorbidos por las pantallas, a veces se les escapa algún detalle. Por ejemplo, vio a un tipo en la vereda inyectándose con algo y a la gente que pasaba esquivarlo sin reparar en él. Era la clase de lugar que necesitaba para escabullirse hacia la campaña, a la ruralidad interior, de algún eventual espía portuario. Sólo necesitaba alguna orientación para proseguir su camino, ya que no había podido documentarse debidamente respecto de su viaje para evitar despertar sospechas.
La Armonía, en cambio, era todo lo contrario. Por lo pronto, era principalmente residencial. 
Luego de caminar unas cuantas cuadras preguntó por la Terminal de Omnibus. Esa pregunta no tuvo respuesta. "Pero si quiere, puede preguntar en el Rápido; creo que para mañana a la mañana hay un servicio", en referencia a una compañía de transporte de pasajeros cuyas oficinas estaban a una cuadra de la plaza del pueblo.
Llegó a escuchar la respuesta y a olerla aún mejor. Hizo un gesto de agradecimiento, sin mirar al informante, y buscó la ruta del desierto: identificó la dirección en que las edificaciones se achataban y se ralean y avanzó raudo hacia allí en pro del descanso olfativo.
La gente nunca llegaba a desaparecer del todo. Se empezó a preocupar. Sentía un peso en su frente, una sensación desagradable que nacía en su sentido olfativo.
De pronto, un frente de vegetación apareció del otro lado de la vereda en lugar de las construcciones. No era un cerco, sino un yuyal. Sin pensarlo dos veces, se sumergió entre las malezas. Era un terreno en pendiente, al pie de una vía abandonada, que descendió un par de metros hasta llegar a un angosto hilo de agua. Siguió su curso un rato largo. No pudo observar que la urbanización desaparecía. No obstante, notó que barranca arriba se erigía un ranchito. Como un perseguido, avanzó prudente pero decididamente hacia él en busca de refugio. Un resplandor anaranjado titilaba en una ventana. Refrescaba. Comprendió y exclamó, sin quererlo, en voz alta: "¡Tienen fuego!". Acto seguido se abrió la puerta y apareció un hombre entre penumbras, que se quedó como paralizado.
- ¿Quién es usted? -preguntó secamente.
- Nadie -titubeó-; bueno, soy Elbio. Estoy en tránsito, me perdí y está oscureciendo.
- ¿Y cómo sabe nuestra contraseña? -agregó con molestia.
- ¿... qué contraseña? -replicó el vagabundo confundido.
- ¿Usted, qué dijo? -inquirió nuevamente la sombra.
- Nada, no dije nada -tartamudeó algo asustado.
- ¿No preguntó si teníamos fuego...? -el hombre, de repente, comprendió el malentendido del que no era fácil salir sin reconocer su error. Disculpe usted la pregunta... ¿quién es usted? ¿cómo llegó hasta aquí?
- No tengo la menor idea -replicó Elbio. Parecería que me he vuelto un fugitivo, pero no sé ni siquiera de qué huyo.
Lo que aparentaba ser una cuchita era una magnífica cabaña. Al traspasar el hall había una enorme estar con dos ventanales largos y chatos con una chimenea encendida en el medio. Tres grandes troncos se hacían fuego y humo. Frente a ese sagrario, había dos sofás. En uno de ellos había una pareja que se amaba apasionadamente. Me volví sorprendido a mi anfitrión, quien explicó naturalmente: "son un matrimonio lleno de chicos; a veces vienen acá para encontrarse".
Había logrado lo que aspiraba encontrar: un lugar que olía bien. Atrás de los sofás había una mesa con cuatro muchachos jugando al truco, fumando y tomando vino tinto. Cada tanto se alzaban sus voces, que se volvían risotadas.
- ¿Fuma? -el hombre le mostraba la punta de un cigarro que emergía de una cajita.
- Bueno, gracias.
- ¿Un vino? -insistió el caballero.
Se sentaron en unos silloncitos en la otra punta del salón y tomaron vino en copas grandes mirando el fuego, cuando los ojos dejaban de observar a la pareja de amantes. Hasta que cedió al sueño.



Amaneció antes que el resto y, antes de siquiera desayunar, desandó el camino del Progreso.
Le pareció extraño al emerger a la calle desde la vegetación mas no se sintió observado.
Avanzó por la Avenida Rivadavia hasta que cambiaba el nombre por Sarmiento, en donde tomó a la izquierda en dirección a la estación ferroviaria.
Una vez allí constató uno de sus temores. No había trayectos que siguieran más allá del Progreso. La formación que lo había traído el día anterior iba y venía al centro y no había servicio alguno que partiera de allí hacia el interior. La pizarra era implacable. En el apuro por evitar que lo siguieran no había reparado en ella al arribar. No obstante, se acercó a la boletería para cerciorarse.
-          - Buenas tardes. El tren que viene del centro, ¿hasta dónde llega?
-          - Buenas tardes –respondió el boletero desde su refugio tras las rejillas.
-          - Si, buenas tardes –insistió Elbio-; ¿hasta dónde lleva el tren?
-          - No lo comprendo –dijo la voz en off.
-          - Le pregunto si el tren que viene de la Estación acentral sigue hacia el Sur –repitió Elbio, asomándose a la ventanilla.
-          - ¡Ah! –exclamó la invisible locución- usted no sabe que los trenes no van más allá del Progreso…
Fue sentir esa exclamación para ahogarse en su soporífera oleada. Para colmo, la pronunciación de la doble ele vino rociada con una salivación que olía a agua estancada.
-         -  No puede ser –disparó Elbio.
-          - Es lo que hay –acotó el ferroviario mientras nuestro héroe trataba de mantenerse de pie y en todas sus facultades mentales, ya que el hedor le había producido una suerte de alergia que le cerró los bronquios y empezaba a tambalearse.
Dos uniformados vinieron hacia él. Los vio sacarle fotos y redactar leyendas antes de preguntarle cómo estaba. Optó por callar. Cerró los ojos y trató de no caer en la desesperación. Pensó en su madre y se imaginó con la cabeza apoyada en su pecho.
De pronto se sintió agitado.
-          - ¡Doctor, doctor...! -lo llamaban, zamarreándolo levemente.
-         -  No soy doctor; soy abogado –balbuceó elbio.
-          - No, es que llamamos al doctor –dijo uno.
-          - ¡Que viva el doctor! –gritó el otro.
-          - ¿Cuál doctor? –interrogó, Elbio, confundido.
-          - Usted, doctor... –le respondieron medio en broma.
La paciencia y el espíritu combativo de Elbio cedían, así que intentó incorporarse lentamente. Cuando empezaba a sentirse mejor, uno de ellos le preguntó: “¿De dónde sos vos, che?”
El “sos” fue una lluvia ácida, y se dejó caer. Su cabeza golpeó fuerte y feo. Perdió el conocimiento.
Despertó en una camilla, en una ambulancia.
-         -  ¡No puede ser! ¿Dónde me llevan? –desesperó.
-         - Al policlínico Higinio Fortezza –espetó un hombre de delantal blanco.
-        -  No, no, no; haceme un favor; llévame al Banco Bilmettal –rogó, mientras se palpaba la billetera, el reloj y la cadena de oro, que aún permanecían en su poder a pesar de sus desvanecimientos.
-         - ¡Cómo no! –festejó su acompañante- Va a ser más fácil encontrar al dueño del sanatorio allí que en la clínica. Nada de médicos, pero finalmente es este hombre quien dispone todo en el Fortezza.
Dicho y hecho, Serapio Sensa Fortezza, descendiente del fundador del citado nosocomio, era el primero de la cola de la bóveda de seguridad. Era una larga fila. Supo que entre los que esperaban su turno estaban el coordinador de los programas sociales, el concesionario de la basura, un desarrollador de viviendas sociales y, al fondo, un par de prostitutas.
El trámite de la bóveda solía demorar porque los  clientes aprovechaban este espacio reservado para intercambiar información al estilo logiesco.
-          - ¡Lo bien que hace! –aprobó uno desde la formación, cuando Elbio expresó al empleado su deseo de preservar sus bienes de la rapacidad.
-          - ¡Tiene razón el comisario! –aprobó el sanitarista, obsecuentemente.
A Elbio le temblaban las piernas. Ese espacio cerrado, todo oloriento, le resultaba claustrofóbico. Aunque una vez que depositó sus pertenencias se sintió más ligero y presto para cumplir con su misión.



Prohibido girar a la izquierda, decía el cartel, pero él tenía la libertad de ir a pie. Cruzó la avenida y buscó la terminal. Fue por Dorrego hasta Valentín Alsina y dobló a la derecha. Pasó Moreno, Castelli y al llegar a Pueyrredon la calle se cortaba frente a un campito en donde pastaban unos caballos. Al fondo se veía una arboleda. Se metió campo traviesa hasta el montecito.  Tal como lo imaginaba, bajo la sombría protección de los árboles había una casita sencilla con un palenque en el frente. Lo recibió un ladrido. Un perro que no se movía de la puerta de la casa le ladraba. Se quedó quieto y aplaudió un par de veces para llamar al dueño de casa. Al rato, luego de espiar por el visillo de la ventana, apareció un paisano. El hombre, como el perro, lo miró apoyado en el marco de la puerta de entrada.
- Buenos días.
- Buenas...
- Andaba queriendo saber si alquila o vende uno o dos de estos matungos -aventuró Elbio.
El paisa se cruzó de brazos y alzó la barbilla como toda respuesta.
- Es que pienso hacer una cabalgata. Pensaba salir de más adelante hasta que ví su tropilla.
Tal vez se sintió elogiado. Se desanudó, avanzó lentamente con las manos en los bolsillos hasta unos pocos metros antes de llegar y se frenó casi imperceptiblemente.
- ¿... y a dónde piensa ir?
- ¿Conoce Sojales?
El paisano abrió mucho los ojos, señal de que consideraba que la distancia era grande.
- ... va a tener que comprar, pues -replicó ladeado.
- Si, no hay problema.
Recorrieron el cuadro. Miraron y comentaron virtudes y capacidades de la caballada. Eligieron un par y, tras agarrarlos, los llevaron hasta un galpón pegado al fondo de la casa que hacía de monturero. Arreglaron un precio y también se llevó algunas pilchas.
Mientras paseaba por los palenques Elbio pisó bosta de vaca.


La sombra del calor que emergía del fuego se dibujaba sobre la tierra.
El hombre le había ofrecido a quedarse a comer un cordero. Festejaba discretamente haberse sacado de encima sus dos peores matungos.
Elbio, por su parte, celebraba en silencio ese inesperado cambio de planes que podía permitirle borrar las huellas ante eventuales pesquisas. Pero ignoraba que en los pueblos, al final, se sabe todo.
Nunca antes había andado andado a caballo ni pretendía llegar montado hasta El Barrial. Con hacer algunos kilómetros alcanzaba y sobraba para perderse en la pampa.
Lo único que lamentaba era esa mancha verdosa en sus mocasines y el olor de la grama en descomposición anaeróbica subir desde el pie hasta penetrar en su naso hasta el cerebro.
- Dicen que trae buena suerte... -comentó el paisano, ante la queja citadina-; pero yo no creo nada de éso...
- Yo tampoco soy muy supersticioso. Bueno, debo reconocer, hay algunas cosas que por ejemplo...
- No -retrucó, sin dejarlo terminar- que ví'a creer yo... ¡que si fuera por eso sería el tipo más suertudo del mundo! ¡ja!
Río y se estiró para atrás con toda su espalda como para observar desde abajo la copa de los eucaliptus que daban sombra a su rancho. Elbio, en cambio, se quedó pensativo. Un comentario al paso le había impactado en medio de sus certidumbres y amenazaban con demolerlas de a una. De reojo notó que las alpargatas tenían manchas verdes que subían hasta la canilla. Sin embargo, no le hacían mella porque pudo identificar el aroma del viento de agua.
- Deje adivinar: usté no es de a caballo, ¿no?
Elbio miró para un lado y, luego, para el otro sin saber qué responder. Pero, como no era intención del paisa incomodarlo, agregó:
- Porque si no es muy vaqueano le va a convenir dejar pasar la lluvia.
A Elbio se le iluminó la cara.
- Si quiere, le extiendo el catre en el galpón. No es un hotel, pero al menos no se va a mojar.



Sobre el duro sommier de cemento, con el único comfort de un cochón de matra y mandil, y una almohada de bastos y cojinillo, Elbio procuró dormir.
En su adormilada vigilia lo visitaban amores y fantasmas. Mejor dicho, con los amores intentaba entrar en el sueño, que al llegar era copado por otras apariciones. Nada esotérico, porque Elbio no tenía dimensión religiosa.
Lo extraño e incómodo de la situación le mantuvo un ojo abierto durante toda la noche, lo que hizo que sus sueños fueran más verosímiles.
Apenas se acostó, llamó la compañía de una compañera de oficina. Una mujer que no era excepcional a los ojos de la gente pero cuya piel aterciopelada no tenía secretos para él. La había recorrido en toda su extensión. Ahora iba en pos de espacios confiados y recónditos, allí donde se pierde su textura y se vuelve más rugosa. No la imaginaba en su puesto de trabajo, obviamente, sino en aquella habitación que frecuentaban recurrentemente al mediodía. En esta ocasión ella debía someterse a un estricto control de existencias , que incluía su cola de durazno, la curva de su cintura y esos picos que activaban al resto del cuerpo como si se tratara de una botonera.
Cumplida su misión, Elbio pudo relajarse tanto como para ingresar en una dimensión menos manejable, en la que se deslizó sigilosamente Mariana, con quien había experimentado los más sublimes momentos. En el pasado. Con los años, la relación se había deteriorado y, sin que mediara razón alguna, se encontraron viviendo en casas separadas. El trámite del divorcio, con las consabidas discusiones en torno de los bienes materiales, terminó con lo que quedaba del cariño y del mutuo respeto.
Sin embargo, como un ladrón en la noche, Mariana se deslizaba en sus sueños para satisfacerlo de la manera que ninguna lo había logrado en toda su trayectoria de Don Juan de cabotaje. Cuando esto sucedía, estas ensoñaciones se convertían en pesadillas. Aparecían terroríficas imágenes de aquellas batallas judiciales, insultos y palabras hirientes, que lo despertaban sobresaltado.
El tamborilleo de las gotas en el techo de chapa producía la única sonoridad de la noche. Cada tanto, algún crujir de ramas evidenciaba el poder de la violencia natural. Una brisa fresca ganó el ambiente. Percibió que dormía. La gran puerta del galpón, al abrirse, inundó con la luz del alba la estancia. La figura del paisano se recortaba a contraluz, proyectando su sombra gigante en el piso.
La mañana se presentaba diáfana. Era hora de partir. Sojales quedaba a menos doscientos kilómetros, calculaba que unos tres días de cabalgata. Allí buscaría la manera despistar a sus eventuales perseguidores, si es que no lo había logrado ya.
Salió al tranco por el poblado y apuró un galope corto, a medida que iban espaciándose las casas. Supo hacer que el caballo de tiro cabrestee.
Todo era nuevo para él. Solamente a Diego Ortíz se le podía haber ocurrido semejante tontera. Pero lo estaba pasando bien. "Si, realmente bien", repitió en voz alta cuando se supo solo en el horizonte. Un monólogo pleno en monosílabos dominaba los parlamentos. Su mente se fue vaciando a medida de escudriñaba en el cielo el avance de las nubes, la aproximación de los montes en el camino, la presencia de los animales, el vuelo de las aves, la insistencia de los insectos, la fuerza del viento, el volar de la tierra se deposutó en la dentadura.
De pronto recordó que uno de los papiros apócrifos del Mar Muerto ponían en duda la situación mesopotámica del Paraíso y que lo situaban al noroeste del macizo brasilense, a la altura del sistema orográfico de tandilia y ventania. Muy próximo del Barrial, pensó. Un bibliorato lleno de documentos producidos por un profesor de arqueología de la Universidad de Lomas descubierto en la biblioteca del parador del Balneario La Salada lo ilustraba con lujo de detalles.


Ató el caballo al palenque y miró a la docena de personas que portaban pancartas y vociferaban en contra de un tal doctor Campos que aparentemente se encontraba justo en el boliche almacén de su primera escala.
Los manifestantes estaban situados del otro lado del camino de tierra, aunque algunos fisgones se asomaban a las ventanas para realizar tareas de inteligencia operativa.
Adentro del boliche era como si afuera no pasara nada. En una mesa, al fondo, unos parroquianos charlaban normalmente, fumando y tomando tragos.
Fue directo hacia la barra y miró a los estantes como si se tratara de un verdadero menú. De pronto escuchó un "ey, che", que parecía dirigido a él. Se volvió hacia la mesa pero no percibió movimientos. "¿Qué tal?" sintió desde más abajo. Era un paisano bajito con los brazos en jarra, boina ladeada a la derecha, camisa blanca con cuatro botones desabrochados, bombachas de campo y alpargatas de yute.
- ¿Qué hacés? -dijo el gnomo en tono seco pero amigable.
- Hola... estoy de paso -atinó a responder Elbio.
El petiso sonrió ocarronamente y acotó: "eso es obvio, si nadie te conoce acá..."
Elbio no llegó a medir el tenor de esas palabras y se hizo un silencio incómodo.
- ¿Querés acompañarnos? -aportó, haciendo un ademán para que lo siguiera a su mesa.
- Cómo no... -respondió, agradecido.
- ¿Cuál es tu gracia? -interrogó el pequeño gaucho.
Elbio se sonrojó y bajó la mirada. Ante la insistencia del anfitrión, que se había detenido mirándolo fijamente, confesó:
- El perrito...
- ¿Cómo? ¿te dicen "perrito"?
Elbio observó confuso a quien había tenido que confesar innecesariamente algo tan privado, y continuó:
- Elbio, mi nombre es Elbio, y me llaman así.
- ¿Y porqué dijiste "el perrito"? -dijo el otro al paso mientras retomaba la marcha. Señores, Elbio -lo presentó.
Los paisanos cabecearon levemente y se acomodó en una silla que le trajeron de una mesa vecina.
- ¿Y qué andás haciendo por acá? -le preguntó uno, de ojos risueños y una mueva de permanente alegría.
- Voy a Sojales.
- ¿Qué le habrán visto a ese lugar? Parece de mentirita, nomás.
- Tengo una cita -apenas dicho eso se arrepintió y trató de cambiar de tema-; ¿y qué es esa gente de afuera? ¿quién es el doctor Campos?
- Un servidor -respondió el hombrecito mientras se incorporaba y le presentaba la diestra, que Elbio estrechó.
"¡Le dio la mano! ¡Le dio la mano!", se escuchó gritar desde afuera. Acto seguido, los manifestantes corearon: "Campos represor, Campos represor!"
- Ya ves...
- Pero vos... no tenés edad... -se sorprendió Elbio.
- No, ya sé; mi tío...
- ¿Un militar? -apuró Elbio.
- No, economista. Fue funcionario -y como vio que Elbio no comprendía, agregó-; lo que yo hice fue hacer unas declaraciones en la radio de acá. Se ve que alguien me escuchó y avisó, porque al día siguiente se presentaron a protestar en la puerta de mi casa. Toda gente de afuera, como podrás notar. ¿Viste cómo están vestidos?
Los hombres lucían sus pantorrillas, evidenciadas por los pantalones cortos, tipo bermudas o pescadores, y ojotas; las mujeres usaban musculosas o strapless y tenían peinados de peluquería.
- Disculpame -se animó Elbio-, ¿pero qué fue lo que dijiste?
- Nada de otro mundo -explicó el doctor-: que vivimos una guerra, que la cifra de desaparecidos está inflada, que el golpe se produjo con algún grado de apoyo o aceptación general, qué se yo...
En eso, Campos percibió un movimiento en una de las ventanas y corrió hacia ella, con ademán intempestivo, pero quedó detenido al llegar. Volvió a la silla, se sentó y encendió un cigarrillo. Sus ojos verdes se inflamaban ante cada pitada y su cabeza se inclinaba hacia atrás, como si mirara el cielorraso. El silencio reinó en la sala. Las miradas, bajas, no se cruzaban. Elbio apuró el trago y se excusó: "tengo que seguir".
En el mostrador pidió un sandwich y un alfajor, pagó y salió disparado, casi sin despedirse.


Salió tan rápido que no hizo previsiones elementales. No sabía dónde haría
noche ni si le alcanzaría con el sandwich. Iba mirando a su alrededor.
Buscaba una oportunidad. Lo que encontró no concordaba con ese término.
Un muchacho cuyos rasgos estaban opacados por un exceso de grasa facial
esperaba en la tranquera de una estancia. Tenía la vista fija en algún
punto del horizonte.
La proximidad del jinete no le llamó la atención. Tampoco el sonido de los
cascos en el camino. Sospechó lo peor.
Estaba a punto de taconear cuando lo vio parpadear. Frenó. Ahí si el
adormilado rotó lentamente la cabeza en su dirección.
- Buenas -saludó Elbio, alargando la "e" con una sonrisa.
El zombie sonrió, silenciosa e inocentemente.
- Qué tal? -insistió Elbio.
- Todo bien -respondió el otro, con onda hippie.
Elbio detuvo frente a él su caballo y le preguntó si sabía dónde podía
hacer noche.
- Je... La noche no se hace. Es algo que está dado. Algo natural. Sucede.
Dejalo venir. Sentilo...
Las respuestas eran cadenciosas, lentas y como entregadas por capítulos.
- Claro -insistió Elbio-, pero yo me refería a dormir.
- Si, dormir. Dormí -le recomendó la plastra humana-. Acostate y cerrá los
ojos. No necesitás otra cosa. No te miento.
Elbio mientras tanto observaba la trayectoria descendente del sol como si
se acelerara. Le parecía que la noche lo iba a sorprender haciéndole la
siguiente pregunta a esa miasma.
- Ah, claro -dijo, al tiempo que retomaba la marcha-
- No, man -gritó el extraño sujeto-, no me entendés: dormí, bajate y dormí.
Acá.
Elbio se asustó y taconeó. El caballo se enderezó. Pero el homre saltó
sobre él y le tomó una rienda.
- No me entendiste -exclamó-; bajá. Vení. Dormí.
Elbio no era un jinete experimentado, pero el miedo es un gran maestro, y
pudo zafar.
El lunático alcanzó a agarrar el cabresto del caballo a tiro y Elbio se vio
obligado a abandonarlo y el lunático a soltar.


No sabía dónde poner los huevos. Sentía que se los aplastaba todo el tiempo con las piernas.
Por momentos se daba cuenta de que iba cabizbajo y levantaba la frente.
Los días se le hacían eternos. Creía percibir el movimiento del sol. Lo veía izarse hacia el cenit y, luego, descender a una velocidad cada vez mayor al acercarse hacia la tierra. El fresco se apoderaba de su piel a medida que esto sucedía.
El desfile era lento pero continuo. Eucaliptus, bulevares, alamedas, alambrados, tranqueras, alcantarillas, vacas, caballos, teros, chajáes, chimangos, lagunas, charcos y pasturas, iban paseando a sus costados en dirección opuesta a la suya. Rara vez un ave lo acompañaba en su trayecto. No podía quitarle la vista. Como si se tratara de un presagio.
Las nubes eran el espectáculo más divertido del día. En las formas más diversas avanzaban raudas de un lado para el otro, y lo obligaban a alzar la cabeza.
Las pantorrillas sufrían el paspado natural del roce de la pierna con los aperos.
A la noche, caía rendido. No había bulto en la tierra, ni frío, ni ruido, ni alimañia que pudiera sacarle el sueño.
Como había evitado las rutas, no era difícil encontrar un rincón en donde atar el caballo, desensillar y acomodar el recado sobre algún pastizal.
A medida que se acercaba a su meta, comenzaron los sembrados y algún cuadro en descanso.
Era la señal de que Sojales se aproximaba.


En cuanto se vio obligado a abandonar los caminos secundarios y tranquear la banquina de la ruta, aparecieron las superficies cultivadas y algunas casas.
De pronto, una esquina se elevó a su diestra. Un alto muro se desplegó en paralelo al pavimento. Lo anduvo unos minutos, casi una hora, hasta que llegó a una entrada a cuyos lados se leía un sobrio cartel: Sojales.
"Una ciudad amurallada", pensó, "como en el Medioevo".
Se presentó en la ventanilla. Los vigilantes lo miraban escandalizados.
"Buenas", saludó.
Sin mediar palabra, uno de los uniformados le pidió que se corra de la entrada. "Es para autos", explicó.
"Si, disculpe -se excusó-, lo que quisiera es tomarme una cerveza y picar algo".
El guardia consultó en la casilla, deliberó con el hombre del comando y salió. "Siga derecho que, donde termina el muro, hay un boliche. Allá van los paisanos. Puede tomar cerveza, vino o algún trago, si lo desea", dijo, cuidando las palabras.
Elbio intentó disuadirlo. El no era un paisano. Tal vez no hubiera nada menos parecido a él que eso, que necesitaba ver pastos cortos, plantas cuidadas por un jardinero, mujeres peinadas en peluquería, autos de alta gama, una TV con cable, acceder a su cuenta de e-mail. Pero nada. El vigilante lo miraba como si se tratara de un loco.
Elbio lamentó profundamente el momento en que aceptó la entrevista con Ortíz y siguió su camino.
Allí comprendió que "el pueblo" era ese boliche, la capilla, una pequeña escuela pública y las casas que rodeaban a Sojales, que no era otra cosa que un barrio cerrado situado en Gral. Enko.
Ahora sólo quedaba planear el encuentro para el que había planeado toda la maniobra de traslado y distracción.

Pero la travesía le había tomado demasiado tiempo y no llegaría a El Barrial a su entrevista con Diego Ortíz, si no tomaba alguna clase de atajo por lo que decidió saltearse el Sendero de los Grandes Montes.
Dejaría su monta al cuidado de alguno de los paisanos de Gral. Enko y tomaría un colectivo o tal vez haría dedo.
No fue difícil convencer al primero que encontró acodado en la barra. Las posibilidades de que el forastero no regresara eran muy probables.
Salió del boliche y vio que uno de los parroquianos se subía a un auto.
- Disculpe, ¿viaja? -lo interrumpió.
- No, me voy a acá nomás; a Batalla del Médano -minimizó el hombre.
- Ah, genial -respondió Elbio, sorprendido-; ¿me podría dejar en el camino? ¿Pasa por Justo Ortíz?
- Si, claro.
En un par de horas estaba en Justo Ortíz. Sólo quedaba llegarse hasta El Barrial.

Quedó parado al costado del camino. Escuchó el motor alejarse, mientras miraba el montecito que supuestamente ocultaba una localidad, Ortíz.
Una idea se le presentó como un pálpito, como un presagio. No debía llegar al encuentro con el periodista. Su alma se debatía entre dos extremos: por un lado, era la primera vez que le parecía estar haciendo algo por el bien, algo que le costaba pero que valía la pena, y por el otro, justamente la falta de esa experiencia  lo hacía dudar acerca de la conveniencia personal que pudiera llegar a tener semejante apuesta.
Naturalmente, llevó la mano hacia el bolsillo en donde apagado lo esperaba su estoico y fiel teléfono. Todavía no sabía a quien llamar, quién sería la persona más indicada para consultarle semejante decisión. Sin siquiera masticarlo demasiado, justo cuando el celular recuperaba la ansiada señal, marcó el 2, que memorizaba el número de Mariana, mientras se internaba en el pajonal.
¿Quién corno me mandó a hacer este trayecto? "Vos", escuchaba. ¿Qué me hizo tomar esta determinación? "Tu lado traidor". ¿Qué necesidad tenía de hacerlo? "Tal vez la esperanza de no ser una basura toda la vida".
Nunca le había pasado esto de escuchar la voz de la conciencia con tanta nitidez, con tanto... desparpajo. Nunca había sido tan honesto consigo mismo. De hecho, dudó, y se detuvo. Volvió a marcar y volvió a saltar el contestador. Aprovechó la sinceridad interior y volvió a preguntarse ¿Vale la pena ir? "De ninguna manera", dijo la voz, que ya le empezaba a resultar sospechosa. Pensó "¿será el contestador?" Obvio, respondió la voz en forma clara y sonora.
Sintió su respiración en forma agitada, fuerte, ruidosa. Hasta que comprendió que no; no era su respiración. entonces... se dio vuelta y la corpulenta figura de Martínez Giovanelli, el jefe de la seguridad de Muñoz Posse, se constituyó frente a él, que trastabilló para atrás y cayó de espaldas, con tanta suerte que golpeó con una piedra y perdió el conocimiento.

Apenas se recuperó notó que estaba en un auto moderno y confortable, cerradas las ventanas, con el aire acondicionado a 20 grados.
Aún adormecido se le recortaba la imagen fúnebre del matón entallado en un traje negro, zapatos de cordón y el rostro pálido.
Sentía una suerte de bienestar hasta que vio que la mano del piloto que manipulaba la palanca de cambios llevaba un ancho anillo de metal plateado. Aterrado, optó por hacerse el dormido y evitar el reencuentro con el catador de hígados ajenos.
Notablemente, la radio estaba apagada y no se escuchaba en el coche sonido alguno. Intentó evitar emitir cualquier sonoridad. Pero fue imposible.
- ¿Dormiste? -disparó Martínez Giovanelli acentuando en una consonante: la ese.
- ¿Mh? -respondió Elbio intentando prolongar su limbo.
- No seas boludo, que ya ví que te despertaste; a mí no me engañás. Te confieso que estaba preocupado. De a ratos parecías boleta. Y eso no le sirve al jefe, ¿no?
Elbio cayó como toda respuesta.
- ¿Qué pasa? ¿No querías hablar vos? Ahora te quedaste mudo, pero con el periodista ése querías hablar, ¿no?
- ¿Qué periodista? -eludió espantado Elbio.
- ¡Ah, claro! Vos venís por turismo a Estación Justo Ortíz, ¿no? Buena hotelería...
Estuvo a punto de rendirse y confesar, pero eso era seguro acceso a una sesión de tortura.
- Es que me perdí... -balbuceó-; iba a la playa...
Una irónica risotada inundó la cabina. Era lo más parecido al Conde Drácula. Se imaginó disecado en una vitrina de su castillo encantado.
- No me cree, ¿no?
- ¡No me tratés de boludo, eh! Soy un hombre de trabajo. Hace años que me dedico a esto. ¿Vos pensás que soy un boludo, no? -apuró, apuntándolo con el dedo mientras una cadenita de oro bailaba en su muñeca.
- ¡No, por favor, cómo piensa éso! -rogó Elbio.
- Mirá que sos cagón... -sentenció el guardaespaldas, arrastrando las letras y con las boca entrecerrada.
El silencio pavoroso de su víctima lo estimuló.
- Con Duggan esto no hubiera pasado nunca... -la falta de respuesta lo obligó a apretar-: pero vos sos un cagón, ¿no?
- ...y, si... -acotó, inconscientemente.
- ¿Cómo que si? ¿Qué clase de persona se traga que le digan que es un cagón...? -y, ante la nada gritó: ¿eh?
- Nadie, qué se yo...
- Entonces, ¿vos sos Nadie?
- Eh, sí, ¿no?
Una mirada de furia lo incineró.
- ¿Vos me tomás por boludo?
Ya no miraba la ruta, lo que a Elbio se le presentaba tan peligroso como ser alimento de esa bestia.
- ¿Me escuchás? ¿No respondés? ¿Qué clase de hombre sos?
A esa altura, Elbio ya no sabía qué responder. Hubiese confesado cualquier cosa: cobardía, hurto, homosexualidad, afición por el waterpolo. Cualquier cosa.
Vio al medallón de oro hundirse en la tierra como en una urna fiscal. Un día que pasaba, un día menos para vivir, una vida que se le iba de las manos sin que pudiera encontrarle el sentido pleno.
El monstruo bajó el tono y, balbuceando maldiciones, se salió de la ruta. Era una zona suburbana. Dobló, retomó y volvió a doblar. Elbio, que no estaba en condiciones morales de consultarlo por la hoja de ruta, sufría en silencio la incertidumbre.
Gracias a Dios, el auto desembocó a otra ruta y circuló por ella hasta que Elbio pudo comprender. Un cartel indicaba la proximidad de La Armonía y El Progreso. Era evidente que algún inconveniente lo había desviado y obligado a ingresar a la ciudad por una senda marginal.
No estaba seguro de que así fuera. Por otra parte, la proximidad de la ciudad presagiaba un indeseado encuentro con Muñoz Posse del que no sabía si saldría con vida.
En cuanto divisó la cañada, volvió a hablar:
- ¿Podrías parar un segundo acá? Me estoy haciendo pis -rogó, secamente.
El ogro frenó para aprovechar la vegetación, porque pensaba que sería más seguro parar ahí, que en una estación de servicio.
Elbio sintió un estremecimiento en el cuerpo. Le parecía irreal la posibilidad de la fuga. Pero debía intentarlo.
Bajó unos metros y, en donde perdió de vista el auto, corrió y corrió desesperadamente. De la agitación, el corazón se le salía por la boca. No lo podía creer: estaba escapando. Recién a los cinco o diez minutos escuchó el crujir de ramas de su persecutor. Pero él y su pánico tenían una ventaja aperciable.
Al divisar la guarida, aflojó el trote. Caminó y golpeó la puerta. Un ojo se vio del otro lado de la mirilla. "¿Tienen fuego?", y la puerta se abrió. Saludó cálidamente al anfitrión y se acomodó en un sillón. Lo invitaron con vino y habanos, que agradeció. Mientras los disfrutaba, sintió golpes a la puerta como si fueran mazazos. Su corazón dejó de latir. Sintió a su lado que el hombre se levantaba y no pudo escuchar más. Cada segundo fueron horas y cada minuto, años.
Quien lo había invitado a pasar volvió, muy serio, y lo miró fijo. Elbio se podría haber atribuido el atentado contra las torres gemelas con tal de zafar de esa situación.
- No nos dijiste nada -interrogó la voz.
- Disculpame, es que... -no supo explicar.
- ¿Quién era ese sujeto?
Elbio pudo responder algo más sensato al percibir el pasado del verbo ser en su interlocutor.
Le explicaron que no podría quedarse más, que le daban un par de horas pero que no debía confundir esa guarida de libertad con un aguantadero.
A medianoche, Elbio tuvo que salir a la oscuridad de la arboleda que tapaba la luminosidad de la luna. Le temblaban las piernas. Las sombras ya le producían terror. La posibilidad de que camuflaran a su cazador lo devoraba de angustia.
Decidió salirse de la cañada y caminar campo traviesa, bajo la penumbra lunar.
Caminó un rato largo. Hasta que alcanzó a ver una luz en una casilla, y se acercó.
Los perros anunciaron su llegada. Detrás de ellos, apareció una figura humana con una linterna.
- ¿Quién anda ahí? -preguntó una dulce vos femenina.
Elbio trrató de explicar sencillamente algo que no lo era, privilegiando su buena voluntad.
Extrañamente, la mujer calló a los canes y lo dejó avanzar.
Cuando pudo identificar su cara le resultó familiar.
- ¿Vos sos la cajera del supermercado?
- Si -respondió la espléndida, parpadeando tímidamente. Ya sé quién sos vos: el extraño que vino hace unos días a comprar cosas de perfumería...
Elbio no podía creer ser recordado por tan linda chica. Las rodillas flaqueron, la sangre hirvió. Ella avanzó hacia él, lentamente, estudiándo sus reacciones. El no supo reaccionar. Ella alzó sus brazos, los depositó sobre sus hombros y selló su boca con un beso cerrado que, al abrirse, puso en acto todo aquello que había resultado tan chocante para él.
Pero ese gusto en la boca parecía más agradable que el aliento.
Aunque caía en la cuenta que el aliento había dejado de ser un problema al aproximarse tanto antes de abrazarlo.+

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